La rutina tiene malísima prensa, pero más allá de ahorrarte tiempo, te equilibra, estabiliza y tu organismo agradece. Así de bien le viene a tu organismo y así te comportas gracias a ella.

Rutina de lunes: despertarse, ducha, desayuno, llevar a los niños al colegio e ir a trabajar. Prepandemia o postpandemia, el día a día de millones de españoles empieza con un ritual casi atávico, que se va extendiendo a lo largo del día.

Comemos a horas similares, hacemos deporte en los mismos momentos y, por si fuera poco, procuramos irnos a la cama, un día tras otro, a la misma hora. Tu cerebro y tu organismo piden rutina, tu rebeldía protesta y se queja, llamándola aburrida, predecible, tediosa y otro sinfín de lindezas que sería mejor no poner por escrito. Aún así, tu rutina te mantiene con los pies en el suelo y, pasando desapercibida, nos hace más bien que mal.

Precisamente es a ella a quien echamos mucho de menos en 2020, confinamiento mediante, y de por qué apreciar la rutina es algo que, con sus matices, necesitamos.

Una rutina de largo recorrido

Sin embargo, las rutinas evidentemente no empezaron en 2020, ni se alteraron durante la pandemia más de lo que han hecho durante siglos de evolución humana. Las rutinas, aunque sean aburridas, son necesarias, sobre todo para el desarrollo evolutivo y de hábitos desde que somos bebés.

Es cierto que no tienen la chispa del riesgo o de la novedad, pero a nuestro cerebro le permite ir anticipando situaciones y ahorrar energía que necesitará para otros imprevistos.

No la queremos de manera consciente, pero nos permite mantenernos en un mundo cambiante, previendo lo que va a suceder. Aunque no solo es esa su función, sino también es algo que, fuera de nuestro cerebro, pedimos a gritos.

Es conveniente a nivel fisiológico porque nos estabiliza, como son las rutinas de sueño, de descanso o las alimenticias. El cuerpo humano funciona por ciclos y pequeños cambios pueden alterar mucho, como por ejemplo el cambio de hora, que en niños se nota muchísimo.

Evidentemente, no hay que ser estricto si tenemos unas ciertas rutinas y es que tan malo puede ser la carencia de reglas como una ortodoxia extrema a ellas. No pasa nada por saltárnoslas un día, pero la falta de hábitos nos desestructura.

Una rutina para todas las edades

Para ir al gimnasio, para sentarse a la mesa e incluso para adaptarse al teletrabajo en estos tiempos volátiles, la rutina sirve como ancla y, aunque parezca lo contrario, favorece ciertos ritmos en el hogar. Adoptar rutinas dentro de la intendencia familiar nos ayuda a reorganizar y a encontrar cierta conciliación en el ámbito de la rutina.

Al final, aunque no queramos admitirlo, permite que economicemos tiempo, un bien escaso y preciado, y nos hace más eficientes porque hacemos casi de manera mecánica ciertas tareas que acaban demostrándose efectivas. Nos aporta sensación de control y permite al cerebro categorizar y priorizar, porque nos permite automatizar comportamientos.

Lo contrario de las rutinas, sin sumergirnos en el caos, implica tener que dar ciertos volantazos cotidianos que obligan a tomar decisiones constantemente. Esto, que a priori da cierta sensación de libre albedrío y libertad, puede acabar convirtiéndose en una constante, es decir, en otra rutina, pero sin las ventajas añadidas que ésta tiene.

También, aunque parezca raro, nos permite ahorrar dinero. Pensemos por ejemplo en una rutina culinaria o de compra. Si todos los martes comemos menestra de verduras -o lo que tengáis en mente-, sabremos que para el martes habrá que tener ese producto en la nevera y eso hará que los imprevistos sean menores.

Sin embargo, crearlas no es un juego de niños, ya que nos exige constancia en ciertos comportamientos. Pensemos, por ejemplo, tareas tan elementales como ducharnos a la misma hora, cepillarnos los dientes, vestir a los niños o hacer la cama. Sí, son sencillas, pero encontrar el timing justo para acabar haciéndolas una vez tras otra, entediéndose como hábito, no acaba siendo tan sencillo, pero acaba produciéndose a través de la repetición, creándose una especie de refuerzo positivo por estos pequeños logros cotidianos.

Efectividad, eficacia y maestría son tres cualidades que cualquiera querría poseer, y que a través de las rutinas se pueden alcanzar con el perfeccionamiento de ciertos comportamientos. Es cierto que en la mayoría de nuestras situaciones diarias nadie va a venir a colgarnos una medalla por planchar bien las camisas, por bañar a los niños en tiempo récord o por conseguir que a las 23:00 estemos dormidos, pero a nuestro cuerpo le sienta bien esta economía rutinaria.

Cuando la rutina se nos va de las manos

Todo en exceso es malo y nuestra querida compañera de fatigas no iba a ser menos. Si bien no parece tan obvio, sí es cierto que puede tener un efecto pernicioso si un cambio rutinario, a priori pequeño, acaba provocando un seísmo en nuestro día a día.

El límite de una rutina está en cuando su desaparición o su alteración nos implica daño. En ese momento es cuando debemos buscar ayuda o tratamiento si está interfiriendo en nuestra vida normal y lo hace a menudo, es decir, que su falta me afecte y me cause dolor.

Cuando abrimos tras el confinamiento llegaba mucha gente que se había contenido mucho tiempo y que acabó desbordada. Nuestro cerebro quiere tener sensación de control y nos gusta tener la posibilidad de gestionar lo que está en nuestra mano.

Algo que saltó por los aires en marzo de 2020 y que no hizo prisioneros, sobre todo porque esa rebeldía no podía ser manejada a nivel hogar o laboral, sino que la ‘protesta’ se convertía en difícil de canalizar. Razón por la que nuestras rutinas, tan vilipendiadas ellas, en el confinamiento se fueron al traste y empezamos a echarlas de menos y es que, aunque no lo parezca, nuestro cuerpo pide calma y rutina.

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